Análisis | Por Alhelí González Cáceres1
“La fuerza de trabajo es, pues, una mercancía que su propietario, el obrero asalariado, vende al capital. ¿Para qué la vende? Para vivir” (Marx, 1849).
La subjetividad en el capitalismo contemporáneo
El modo de producción capitalista no solo crea los valores de cambio para el mercado, también configura al sujeto, cuya reproducción social garantizará la continuidad de las relaciones sociales capitalistas. Esto es que, el capital en tanto relación social, se objetiva a través de las relaciones salariales, cuya expresión concreta es la presencia de dos clases sociales antagónicas: la burguesía (quienes controlan las condiciones materiales en las que se realiza la producción) y el proletariado (quienes solo poseemos nuestra capacidad de trabajar) y en donde la relación antagónica entre el capital y el trabajo, o entre la producción y las formas de apropiación, se personifican en las figuras del capitalista y la clase obrera.
Las relaciones salariales constituyen la especificidad del modo de producción capitalista, es decir, lo que lo distingue de otras formas de organizar la producción social. Y, en este punto, es importante comprender que por relaciones salariales el marxismo no entiende a aquella fracción de la clase obrera que se encuentra en condición de dependencia laboral. Esta es una visión reduccionista de la categoría relación salarial y no permite comprender el capitalismo y sus mecanismos de reproducción.
El salario bajo el modo de producción capitalista no es más (ni menos) que la expresión monetaria del valor de la fuerza de trabajo que el capitalista paga al obrero. Por tanto, todo aquel trabajador que deba vender su capacidad de trabajo, ya sea bajo la forma de trabajador independiente o bajo condición de dependencia, es un asalariado más y, por tanto, constituye una más de las formas de reproducción de las relaciones capitalistas.
Es por ello que lo que determina nuestra condición de clase (seamos o no conscientes de ello) es la posición que ocupamos en la relación social capitalista y no la cuantía de la remuneración que percibimos por vender nuestra capacidad para trabajar.
El capital, en tanto relación social en general, y las relaciones salariales en particular, configura una nueva subjetividad, no solo en la clase obrera, sino también en la clase capitalista. Y esto es importante para comprender la derrota ideológica de la clase obrera en la lucha contra el capital y superarla implica necesariamente disputar el sentido, y la subjetividad subsumida hoy por la relación capital-trabajo y sus contradicciones.
En el artículo Klara, el Sol y Nosotros, la autora subrayaba cómo la interpretación fragmentada de la realidad impide que logremos trascender lo aparente para comprender lo esencial respecto a cómo la realidad material configura y reconfigura permanentemente nuestra subjetividad, haciéndonos cómplices de nuestra propia explotación. Y esa es (al menos hasta este momento) la mayor victoria del régimen capitalista.
Parafraseando a Trotsky, si la potencia motriz de la evolución histórica de la sociedad son las fuerzas productivas, esta evolución no ocurre por fuera de la clase trabajadora, sino por medio de ella. Y una subjetividad capturada y además fragmentada en diferentes frentes incapaces de encontrarse representa el mayor obstáculo para su organización. O, dicho de otra manera, sigue siendo el capital el principal articulador incluso de la (des)organización de la clase obrera.
La clase obrera como sujeto enajenado
El marxismo entiende que es el ser social el que determina la conciencia y no al revés. Es decir, es la realidad social material la que se expresa en diversas formas de conciencia. Lo que quiere decir que pensamos como vivimos y no a la inversa. Pero, ¿por qué esta idea es relevante para comprender la fragmentación de la clase obrera?
La clase obrera, en tanto existe, es concreta y, en tanto concreta, existe bajo determinaciones sociohistóricas. Esto es que la clase obrera no es una masa homogénea, sino que se constituye sobre especificidades como el sexo, el género, la “raza”, lo heteronormativo, etc. Y, en tanto masa heterogénea, contiene y expresa las contradicciones propias de la sociedad en la que se reproduce que, además, es importante no olvidar, ha hecho síntesis de todas las formas previas de subordinación, explotación y violencia heredadas de la historia, particularmente aquellas referidas a la desigualdad y la violencia hacia las mujeres.
Pero, y entonces ¿cómo podría darse la unidad de la clase obrera?, ¿qué elemento se constituye en el aspecto común que nos atraviesa como individuos? Si como materialistas entendemos que son las condiciones materiales las que determinan el ser social y, por tanto, nuestra conciencia, el elemento que nos hegemoniza como clase es la condición de proletariado, de fuerza de trabajo disponible para la compra-venta. Y es, por tanto, la toma de conciencia de nuestra condición como sujetos (en el amplio término del pensamiento marxista) la que debería emerger de nuestras diferenciaciones en tanto sujetos concretos que reproducen la materialidad de las condiciones de reproducción social capitalista.
Lo que nos hace comunes como clase no es más que nuestra constitución como fuerza de trabajo, cuyo desarrollo y reproducción ocurre mediante la relación capital-trabajo. Principal contradicción del modo de producción capitalista, cuya especificidad son las relaciones salariales y no otras. Y con esto de ninguna manera consideramos que sea esta la única de las contradicciones o siquiera “la más importante”, lo que sí observamos es la centralidad de esta relación en tanto contradicción irresoluble en los marcos de este modo de producción. En otras palabras, el capitalista no puede prescindir de la explotación de la fuerza de trabajo sin importar sus especificidades de género o de raza.
Si son las condiciones materiales las que determinan nuestra conciencia, ¿cómo las condiciones en las que se realiza la producción inciden en la producción de conciencia de la clase obrera?
Esta pregunta, aunque pareciera de una respuesta obvia, no lo es tanto. Juan Iñigo Carrera (2002) apunta que, al ser el objetivo del modo de producción capitalista la reproducción de la propia relación, el proceso productivo se encuentra constantemente sometido a la revolución científico-técnica orientada al aumento de la productividad del trabajo para la obtención de plusvalía relativa. Y, en este sentido, el desarrollo de las fuerzas productivas se transforma y asume los atributos productivos que le imprime el modo de producción históricamente determinado imprimiéndole así su propia “razón histórica de existir” (JIC, 2002, pág. 2).
Lo que nos apunta Iñigo Carrera es que el propio desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo transforma los atributos productivos de la clase obrera a la vez de hacer lo mismo en términos del carácter colectivo consciente de su organización. Esto es que el desarrollo de las fuerzas productivas bajo el influjo del capital va despojando de los atributos creativos a la clase obrera convirtiéndola en un apéndice de la máquina, condenada al ejercicio repetitivo de tareas cada vez más simples, subsumiendo y en cierto punto aniquilando la inventiva, la capacidad creadora y la “subjetividad habilidosa” de nuestra clase, degradándola en sus atributos productivos (JIC, 2002, pág. 3).
La degradación de los atributos productivos de nuestra clase se refleja en la predominancia de aquellos “trabajos” que David Graeber (2018) califica como “trabajos de mierda”. Es decir, trabajos cada vez menos productivos socialmente y cuya característica principal es la multiplicidad de niveles en la subcontratación con empresas privadas bajo modalidades de empleo cada vez más simples, más repetitivas. Y que, si estos empleos, como indica el autor, se eliminasen, no tendrían ningún impacto significativo en la sociedad. Es decir, son empleos inútiles socialmente, pero que existen como evidencia de la enajenación como atributo concreto de las relaciones sociales capitalistas y, son, por tanto, la forma concreta de su realización. Lo que indudablemente se expresa en la conciencia y, por supuesto, en la capacidad organizativa de la clase obrera.
Graeber (2018) señala que los “trabajos de mierda” (aquellos inútiles socialmente) y los “malos trabajos” (aquellos que se realizan en las condiciones más precarias), así como la combinación de ambos, generan formas distintas de opresión que embrutecen al sujeto que las realiza. Algo similar plantea Emile Cioran (1991) cuando en su obra En las cimas de la desesperación, apunta que:
“El trabajo permanente y constante embrutece, trivializa y nos convierte en seres impersonales (…). El trabajo transformó al sujeto humano en objeto, y convirtió al hombre en un animal que traicionó sus orígenes. En lugar de vivir para sí mismo —no en el sentido del egoísmo sino de una vida dedicada a la búsqueda de la plenitud—, el ser humano se ha convertido en un esclavo lamentable e impotente de la realidad exterior. ¿Dónde encontrar el éxtasis, la visión y la exaltación? ¿Dónde está la locura suprema, la voluptuosidad auténtica del mal? La voluptuosidad negativa que encontramos en el culto al trabajo es más un signo de miseria y de mediocridad, de mezquindad detestable, que de otra cosa” (Cioran, 1991, pág. 83).
Si para Engels (1876) el trabajo había sido el creador del propio hombre, dado que en las condiciones materiales en las que nos desenvolvíamos como especie, las manos desempeñaban un papel fundamental para nuestra existencia, habiendo dado lugar a innumerables creaciones. Hoy, el trabajo bajo el dominio del capital se ha convertido en el mecanismo de embrutecimiento del sujeto, de su muerte en vida.
En síntesis, el sujeto enajenado encarna o materializa la relación social productiva. Y, en este sentido, las transformaciones que han tenido lugar en la materialidad del trabajo se expresan en formas concretas de conciencia, lo que a la vez se ve reflejada en la organización o formas de (des)organización y acción política de la clase obrera. Disputar la subjetividad capturada por el capital implica, hoy más que nunca, devolverle al trabajo su carácter creador y socialmente productivo. Solo el rescate de la subjetividad y su transformación pueden señalar el horizonte hacia la emancipación de la clase obrera.
Referencias
Cioran, E. (1991). En las cimas de la desesperación. Barcelona: Tusquets Editores S.A.
Engels, F. (1876). El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre.
Graeber, D. (2018). Trabajos de Mierda. Una Teoría. (I. Barbeitos García, Trad.) Barcelona: Planeta.
Iñigo Carrera, J. (2002). La Fragmentación Internacional de la Subjetividad Productiva de la Clase Obrera. Centro para la Investigación y la Crítica Práctica, CICP.
Marx, K. (1849). Trabajo asalariado y capital.
Nota
- Economista (UPR – Cuba). Máster en Ciencias Sociales con especialización en Investigación y Desarrollo Social (FLACSO – Paraguay). Doctoranda en Economía (IDeI, UNGS – Argentina). Miembro de la Sociedad de Economía Política del Paraguay y de la Asociación de Economistas de América Latina y el Caribe. Integrante de la Junta Directiva de la Sociedad de Economía Política y Pensamiento crítico en América Latina y el Caribe (SEPLA). Responsable política de la Comisión Nacional de Ideología y Formación del Comité Central del Partido Comunista Paraguayo. Correo: alhelicaceres@seppy.org.py ↩︎