La década del 70 representó un punto de inflexión para las sociedades capitalistas, pues dio cuenta de la imposibilidad de un capitalismo “más humano”. El desmantelamiento de los denominados “Estados de bienestar” keynesianos estuvo estrechamente vinculado no sólo al estancamiento y posterior derrumbe del socialismo real y de la presión que este ejercía sobre las élites dominantes, sino y sobre todo, a la propia racionalidad irracional del capital para garantizar procesos de reproducción, valorización y acumulación.
Cuando hablamos de la racionalidad irracional del capital es preciso considerar la lógica con la que opera el sistema capitalista, esto quiere decir, hacer hincapié en el objetivo del sistema que no es otro que la obtención de plusvalía y la acumulación. He aquí la principal contradicción irresoluble en la ecuación burguesa. Mientras que la élite dominante presiona por la baja de salarios deteriorando la capacidad de consumo de la clase trabajadora, concentra grandes proporciones de riquezas, destruye el ambiente con la sobreutilización irracional de los recursos naturales, extinguiendo al 60% de las especies que habitaban el planeta, se impone una realidad concreta, que es el hecho de que la valorización del valor –valorización de las mercancías creadas por la fuerza de trabajo humana– sólo se realiza en la esfera de la circulación, es decir, en el consumo.
Es decir, si la clase capitalista presiona a la baja de salarios y pauperiza a la población trabajadora disminuyendo su capacidad de consumo con el objetivo de aumentar sus ganancias a costa del pueblo trabajador, mirará el abismo, porque es esa misma clase trabajadora la que debe consumir los bienes y servicios para poder garantizar los procesos de reproducción del sistema vigente. He ahí la racional irracionalidad del modo de producción capitalista, que por un lado estimula al consumo y por otro promueve el subconsumo de la clase trabajadora, imposibilitando la salida de los bienes creados, sobreacumulando capitales que no pueden valorizarse.
El desmantelamiento de los Estados de bienestar coincidió con el proceso de transnacionalización del capital y la consolidación de una estructura económica internacional interdependiente. La crisis del modelo keynesiano significó, además, la necesidad del capital de expandirse más allá de las fronteras de los Estados nacionales, pues la lógica de acumulación capitalista, lleva a los capitales a buscar espacios de mercado en donde obtengan mayores márgenes de rentabilidad, menores costos de producción, lo que necesariamente obliga al capitalista a exportar capitales, en suma, la racionalidad capitalista, su lógica de funcionamiento, no reconoce fronteras.
La expansión de los capitales de los países hegemónicos del sistema capitalista mundial a otros mercados bajo la impronta del lucro, significó la desaparición de esa otrora “burguesía nacional” con intereses “nacionales” que dirigió procesos de industrialización en contexto de crisis mundial del capital, cuyos efectos en el conjunto de países menos avanzados del sistema, fue la impronta industrializadora de mediados del siglo pasado.
Esto significó que, debido a la incapacidad de los países centro del sistema mundial, para satisfacer las demandas de bienes manufacturados de la región latinoamericana y caribeña debido a la crisis, muchos de los países que habían logrado desarrollar capacidades técnicas, se vieran en la necesidad de desarrollar tejidos industriales que permitieran satisfacer la demanda interna de bienes manufacturados. En ese contexto, tuvo gran aceptación la propuesta desarrollista impulsada por la CEPAL y encontró espacios de implementación en algunos países como Argentina, México y Brasil, fundamentalmente, mientras que en Paraguay, el régimen dictatorial de Stroessner no implementó jamás políticas de desarrollo industrial, es decir, nuestro país no subió al tren desarrollista que paseaba por la región, lo que derivó a que hoy no contemos prácticamente con tejido industrial y sea uno de los más rezagados de la región.
Pero este modelo desarrollista no duró mucho tiempo, pues una vez más, la lógica del capital se impuso sobre las necesidades de desarrollo de nuestra América, que para sostener los ritmos de industrialización recurrió al endeudamiento externo, encontrándose en un laberinto sin salida cuando se produjo el estallido de la crisis del petróleo y posteriormente, con la crisis de la deuda, echando por tierra los anhelos de industrialización.
Sobre el futuro de la clase trabajadora
Hoy, la realidad es bien distinta. El capitalismo en su fase imperialista se caracteriza, entre otras cosas, por el elevado grado de transnacionalización de capitales, atravesando además por una profunda crisis estructural que, lejos de significar la muerte de las relaciones sociales capitalistas, significa fundamentalmente, una nueva reconfiguración de la relación capital-trabajo.
Esta nueva reconfiguración del capital significa la precarización, aún mayor, de las condiciones de trabajo, como resultado inmediato de la disminución de la tasa de ganancia en los centros mundiales debido a la composición orgánica del capital. Vale aclarar en este punto, que el capital se compone de una proporción de capital fijo (tecnología, medios de producción, objetos de trabajo, etc.) y por una proporción de capital variable, es decir, de fuerza de trabajo. El rápido desarrollo científico y técnico ha posibilitado el desplazamiento de la fuerza de trabajo humana, o dicho de otro modo, ha disminuido la proporción de capital variable de los procesos productivos a raíz de la implementación de nuevas tecnologías de producción, cuyo propósito es aumentar la productividad del trabajo, y por tanto, de las ganancias. Sin embargo, esto choca con una realidad concreta y es, como hemos referido, que esos bienes creados sólo se valorizan en el consumo, y no son las máquinas las que consumen, sino la clase trabajadora.
A esta realidad concreta se añaden los bajos niveles de rentabilidad sobre todo, en las economías más avanzadas de Europa, marcando el devenir de las sociedades y, por si todo esto fuera poco, se le añaden los elevados grados de violencia estructural y simbólica hacia el proletariado en una ofensiva que encuentra su precedente más cercano en la Alemania nazi fascista de Hitler y los regímenes fascistas de la región cuya impronta fue la persecución de la clase obrera organizada en general, y de los Partidos Comunistas en particular. Y de la que algunos sectores del progresismo -o personas que se reclaman progresistas- hacen eco hoy en un claro discurso anticomunista.
Es en este contexto de profunda crisis, de movilizaciones y de avanzada inescrupulosa y violenta del capital por sobre los seres humanos y la naturaleza, que se enmarcan los discursos de sectores del progresismo cuyo razonamiento no encuentra cuerpo en la realidad. Un progresismo nostálgico de aquella supuesta “burguesía nacional” potencialmente aliada a procesos de desarrollo democrático que hoy ya no existe y vale la pena discutir si realmente existió.
Las proyecciones económicas mundiales realizadas por los propios organismos del establishment dan cuenta de un futuro tan incierto como desolador para la clase trabajadora, pues no se avizoran mejores condiciones económicas en un mundo cuyos recursos naturales están casi agotados. La historia de las crisis del capital nos enseña que siempre que sea posible el crecimiento económico, la valorización de los capitales en condiciones normales de reproducción, es decir, de obtener renta de la inversión de estos capitales en el proceso productivo, así como de acumular las ganancias, la burguesía otorga concesiones a la clase obrera, pero en contextos de crisis de valorización de capitales debido a la sobreacumulación, al deterioro del consumo de la clase trabajadora, del deterioro ambiental, de la caída de la tasa de ganancia y sin la existencia de un sistema económico que haga de contrapeso y presione a la élite mundial como lo fue la extinta Unión Soviética, los ajustes se realizan siempre en perjuicio de la clase trabajadora y de los más vulnerables.
Y según proyecta el Banco Mundial, el desempeño económico de las economías a nivel global será mucho más lento que lo que se ha visto en décadas, junto a la posibilidad del estallido de una nueva crisis en los centros del capitalismo más desarrollado, así como la debacle ambiental, son los eventos que marcarán la agenda en esta década. Por tanto, la construcción del socialismo no es ya una cuestión de anhelo por una sociedad más justa, sino una cuestión de supervivencia. A la clase obrera le quedan dos caminos, creer en discursos vacuos acerca de la posibilidad de mejorar sus condiciones de vida en un contexto de profunda crisis estructural mundial u optar por la organización y la lucha por la verdadera emancipación de la humanidad, sin explotadores ni explotados.
*Por Alhelí Cáceres. Economista recibida en Cuba, presidenta de la Sociedad de Economía Política del Paraguay y militante del Partido Comunista Paraguayo.
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