Texto Narrativo que forma parte de la serie Memorias de una Patria Nueva
Por Ariel Prieto
Sentado en un catre, comiendo mandarinas, balancea sus pies de panecillos, mueve la cabecita al compás de un peine de plástico que trastoca los cabellos casi plateados de Felicia Collin y se extienden hasta el suelo una infinidad de rulos saltarines mojados por el agua de una palangana verde. Felicia Collin se seca el pelo, se levanta; se vuelve a sentar acomodando las piernas para iniciar el ritual de los cigarros, dobla su larga pollera, desnuda su muslo blanco, grueso, fuerte, extiende las hojas morenas del tabaco y las enrolla, una por una.
Sentada sobre la arena caliente de Borja, frente a la casa de adobe, bajo el techo de kapi’i, una niña de larga melena, rubia y enrulada observa, con las manos sucias en la cara, a una mujer pequeña y con la cabeza cubierta por una pañoleta estampada enrollar las hojas de tabaco que, acto seguido, las morderá un hombre alto, con piel del mediterráneo y ojos verdes saltones y cristalinos como el arroyo en el que Felicia Collin lava los pantalones de Mansí con avati’ygue y un inmenso dolor en el pecho.
Una nube gris detuvo el tiempo hace dos años, la arena caliente de Coronel Oviedo ralentizó los pasos de Felicia y calcinó la piel de su niño bañado con hirviente avati rykue. Felicia ha sabido de lágrimas. ¿Cuántas lágrimas se derraman cuando mueren dos hijos? ¿Cuántas lágrimas recorren la cara cuando parimos 17 veces? Felicia sabe de lágrimas, pero no conoce más gritos que los que se necesitan para que los hijos no se conviertan en árboles torcidos. Torcidos como el árbol de yvapovõ en la casita de Quinta Línea, compañía Walter Insfrán, Caaguazú, donde sus manos criaron los hijos, moldearon las telas y parieron vestidos de bolsas de almidón.

Felicia Collin y sus hijos en una visita a Caacupé. De fondo, la construcción del Santuario de la Virgen de Caacupé en la década de 1970.
Es realmente inexplicable como su piel de algodón no fue tocada jamás por el sol que arde los eneros y calcina la tierra. Justo esa piel se le fue arrugando, más lejos, cada vez más lejos de la niña de melena rubia mirando a la mujer pequeña.
En mil novecientos sesenta y pico era cántaro y guijarro de repente, a mansalvas del destino o prisionera de la ambición de los tiranos que azotaron las tierras y pisaron sus flores. Hijos cantores los suyos, poetas y declamadores. Y su compañero, pequeño duende que deambuló su cuerpo y abrió surcos en la tierra con sus manos, amasó su corazón y le habló hasta hoy, 04:30 a. m., Minga Guazú, en su cajón de madera.
Compañero leal, lágrimas y nueve décadas de sol tostando su rostro.
Sentado en una silla de plástico, acongojado por los llantos —no los de Felicia, ella no conoce los llantos— de muchas mujeres, madres, hijas, esposas, libres y oprimidas, llorando sobre un cajón de madera en un paisaje rojo como la tierra que esta noche la esconde de todas las lágrimas, la que descansa sus pies y recubre sus manos ahora descansadas. Observa atento la corona de Santa Rita sobre el cemento y camina alejándose con los pies de panecillos hacia la cruz plateada del sepulcro de Felicia Collin.

Hijos de Felicia Collin.
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