Por Nemesio Barreto
“Arderá el amor, arderá su memoria
hasta que todo sea como lo soñamos”.
Francisco “Paco” Urondo (1930-1976).
Exceptuando el tiempo que pasé en prisión en Paraguay, en la década del setenta viví en Buenos Aires, primero en la provincia y luego en la capital. Un día entré a un café para leer las páginas clasificadas de un diario, estaba buscando trabajo y un lugar más barato para vivir. Por una simple coincidencia en la misma cafetería se realizaba una reunión de militantes peronistas. Mientras se escuchaba “El milagro del amor”, en la voz de Tito Rodríguez, un grupo cerca de mi mesa criticaba al gobierno de “Isabelita” Martínez, lo que produjo un acalorado intercambio de “pareceres”.
Entre fines de 1975 y principios de 1976, el clima político en la Argentina era tenso, se había creado un ambiente en el que no era saludable hacer muchas preguntas, sólo lo indispensable, y aprender a escuchar era ya la virtud más importante en aquel entonces. Conocí a Adriana en un café de la Avenida Caseros, fue poco después del primer aniversario de la muerte de Perón. En lo que restaba de aquel año, nos encontrábamos dos a tres veces por semana. Nunca supe donde vivía ni conocí otros detalles de su vida, ni siquiera su nombre real. Eso sí, Adriana militaba orgullosamente en la Juventud Peronista, contrariando una tradición familiar. Su padre era de la Unión Cívica Radical, partido al que se habría afiliado cuando los tangos de su tío, Celedonio Flores, fueron censurados por el gobierno de Perón, según el relato de Adriana. En diciembre de 1975 acordamos viajar a Bolivia “para llevar una encomienda a un tío que vivía en La Paz”. Hugo Banzer era entonces el dictador de turno en Bolivia. Yo conseguí la visa para entrar a Bolivia en enero. Nos encontramos con Adriana en la estación del Ferrocarril Belgrano, su frondosa cabellera había cambiado por un corte de pelo corto, teñido de un color castaño.
Hicimos el largo viaje en tren hasta San Salvador de Jujuy, donde nos separamos, acordando un reencuentro en La Paz. De San Salvador hice el viaje en ómnibus hasta la fronteriza ciudad de La Quiaca, donde llegué a fines de enero, ingresando ese mismo día a Bolivia por Villazón. En el viaje hacia La Paz hicimos una parada en Tupiza (1). Pasando por Potosí y Oruro, llegué a La Paz. Nos reencontramos con Adriana en la esquina de la calle Tumusla e Isaac Tamayo de La Paz. Me entregó dos sobres, uno de papel madera y otro blanco que contenía la dirección donde debía dejar la “encomienda”. A la mañana siguiente, cerca de las 07:30 horas del último día de enero de 1976 llegué a una casa amarillenta de dos plantas en un barrio de La Paz. No recuerdo ni el barrio ni la dirección. Golpeé la gruesa puerta de madera y me atendió un hombre de unos 25 a 30 años, con el rostro curtido por el altiplano. Su acento rioplatense denotaba que no era boliviano. Me presenté como “Roberto”, tal como “Adriana” me había indicado. No dijo su nombre, me pasó la mano y me invitó a pasar, cerró la puerta y me preguntó si estaba todo. “Supongo que sí”, le respondí. Y eso fue todo. No habré estado más de 10 minutos con él y me despedí (2).
Confirmado el acuse de recibo, viajamos a Copacabana y de allí a Yunguyo (Perú), para enviar un telegrama a Lima. Cuando volvimos a la Paz nos encontramos con un brasileño llamado Ezequiel, en cuya casa en Río de Janeiro me alojaría tiempo después. En los primeros días de febrero el Ministerio de Inmigración me emplazó para salir del país (Resolución firmada por Félix Rozic Cisneros, Jefe Nacional de Migraciones de Bolivia). No habiendo otra opción, salimos de La Paz y dormimos en Oruro, donde nos separamos. Después de un tortuoso viaje en ómnibus, llegué a la fronteriza ciudad de Villazón y cruce al lado argentino por La Quiaca. Pasando por Salta, llegué a Buenos Aires. Ya de regreso en Buenos Aires, nos encontramos con Adriana casi todos los días para compartir un café. En una de esas largas conversaciones de café, me contó que “su tío pudo salir de Bolivia sin dificultades y que los demás podrán hacerlo pronto… Pero que era prudente perderse por un tiempo porque el ambiente estaba un tanto enrarecido”. Poco después abandoné la Argentina para radicarme temporalmente en Brasil. La última vez que la vi fue un día de febrero, cuando tomó un “subte” en la calle Rivadavia. Un mes antes del golpe militar dejé la Argentina. Tomé el ómnibus en Buenos Aires y al día siguiente crucé a Brasil vía Puerto Iguazú. Desde entonces nunca más tuve noticias de “Adriana”.
Graciela Rutilo Artés. Bolivia, 1976 Enrique Lucas López. Bolivia, 1976.
- Ciudad donde se dice que murieron dos de los más conocidos bandoleros estadounidenses, Butch Cassidy y Sundance Kid, en 1908.
- En julio de 2009 recibí una foto de Enrique López publicada en “La República”, de Montevideo. No tengo dudas de que la persona con la que me encontré en la Paz en 1976 era el uruguayo Enrique Lucas López. Le escribí entonces a Kintto Lucas (hermano de Enrique), conocido periodista y ex vicecanciller de Ecuador, el que ofreció la residencia ecuatoriana a Julián Assange el 29 noviembre del 2010.
Comentando la foto, le decía “Es posible que alguien haya tratado de persuadir a su hermano Enrique que abandonara Bolivia”. Enrique Lucas López (uruguayo) y Graciela Rutilo Artés (argentina) se conocieron en 1974, tuvieron una hija llamada Carla Graciela, nacida el 28 de junio de 1975. Graciela Rutilo Artés y su hija Carla Graciela fueron secuestradas en Oruro el 2 de abril de 1976. Enrique Joaquín Lucas López murió asesinado en Cochabamba en 1976. Graciela Rutilo Artés está desaparecida, su hija Carla Graciela se salvó y fue la primera niña recuperada por las Madres de Plaza de Mayo, vivió en España hasta su muerte, el 22 de febrero de 2017.
Foto de inicio: Plaza Eguino, en La Paz, Bolivia. Inicio de la calle Tumusla, a la derecha. Archivo de Nemesio Barreto.
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