CON-TEXTO | Por Miguel H. López
Hace unos días el juramento ante la Corte Suprema de Justicia, para la obtención de matrícula de abogacía de una persona transexual, disparó todas las tirrias agazapadas en una sociedad conservadora, contraria a derechos y sostenedora de una herencia cultural autoritaria que discrimina porque la diversidad pone en entredicho su propio mundo.
Este dislate al que se sumaron algunos profesionales abogados, gente común, artistas, rederos, periodistas y un variopinto grupo de personas de la más dispersa ralea, no hizo más que exponer descarnadamente que la gente es capaz de ofenderse y de reaccionar porque un ser humano decida existir en su real condición, y no porque cotidianamente esa misma estructura judicial, donde se produce el hecho que le enfurece, es capaz de acometer los más nefastos actos de corrupción y de falta de justicia.
Valga este caso para buscar entender qué es lo que en realidad le importa a esa franja de población que liberó todo lo peor que puede contener un ser humano en contra de otro con cuya autopercepción disiente; pero que no es capaz de levantar la mirada o pronunciar palabra cuando en y desde los tres Poderes el Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) se ejecutan los más crueles actos de iniquidad, de despojo y de deshonestidad en contra de la población.
Es revelador preguntarse por qué no se indignan cuando se roban la comida de los niños en las escuelas más abandonadas; se maniobran licitaciones para introducir al país de modo fraudulento medicina sin seguridad ni garantía de efectividad al sistema sanitario público; se fraguan elecciones; se birlan parte del préstamo para reforzar el sistema de salud durante la pandemia global del nuevo coronavirus; o los políticos se rifan el presupuesto del Estado entre sus parientes, amantes, amistades, clientela partidaria, etc. Por qué no se enojan cuando se legisla en contra de la población y se beneficia a quienes siempre vivieron exonerados de pagar impuestos justos como los del extractivismo agroproductor o los evasores consuetudinarios; o cuando se condena a gente inocente para liberar del delito a políticos corruptos, terratenientes invasores y autoridades venales. Que los indígenas y campesinos sean despojados de sus tierras y de su futuro posible, no les inmuta. Tampoco que exista un alto déficit de vivienda; que casi no haya trabajo, que lo poco que hay sea mal pagado y a costa de altas violaciones de derechos laborales; o que más del 70% del empleo sea informal o autopromovido.
Resulta curioso cómo el ejercicio de derechos indigna; e indigna porque quien lo reclama o ejerce es alguien que no encuadra dentro de su lógica de universo, de su clase social, de su color partidario o de su tono de culto; o riñe contra sus prejuicios y privilegios. No hay ningún quebrantamiento en ser diferente, pero para quienes están en contra de todo lo que no sea como ellos creen que debe ser el mundo y la vida, resulta no solo ofensivo sino inadmisible y en consecuencia despliegan muchas veces altos volúmenes de violencia simbólica, estructural y hasta física. En realidad quienes cometen delito, con estos actos, son ellos.
Las razones de estas conductas poseen mayor diversidad y profundidad. En muchos casos hasta tienen que ver con represiones propias o proyecciones de actos que se ejecutan, pero que no se asumen sino que se acumulan como frustraciones y entonces se trasladan sobre otros.
Bien sabemos que todos los actos humanos tienen componentes políticos y sociales arraigados en fundamentos ideológicos y doctrinarios. Entender esto último ayuda a comprender por qué las personas odian al débil y aman al poderoso; atacan a los de su clase y entronizan o defienden a quien los oprime. Se molestan porque alguien decide asumir una apariencia, pero consienten que les robe el futuro y el de sus hijos alguien de traje y corbata.
O como en este caso que usamos de base para esta reflexión, arremeten contra quien reivindica el principio de libertad a ejercer su personalidad y su autodefinición de género y a discutir las barreras ilegales que el sistema pretende imponer a contrario sensu; pero empatizan con los corruptos, los cercenadores de derechos, los abusadores de la inocencia de las personas y los gestores de injusticias, por acción u omisión…
Imagen de inicio: Intriga, de James Ensor, 1919.
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