CON-TEXTO / Por Miguel H. López
Esta semana el Parlamento sancionó la ley de apoyo y asistencia a ollas populares que se organizan en todo el país para mitigar el empeoramiento de la crisis socioeconómica que es desnudada más descarnadamente por la actual pandemia del nuevo coronavirus.
Más allá del triunfo que representa la legislación para las diversas bases barriales o territoriales, que se articulan en torno a la comida para todos los días –que en su intersticio hacen crecer la solidaridad, la conciencia de derechos a exigir y el valor de la lucha colectiva-, también representa una exposición, con desparpajo, del cinismo del Gobierno como Estado y del modelo económico basado en un sistema de lucro, de deshumanización y de destrucción de las bases sociales más elementales como el derecho a vivir con dignidad.
Convengamos que en cualquier sistema donde el ser humano sea el centro del cuidado y el sujeto de los derechos a salvaguardar, normativas como la aprobada no deberían existir. Este único punto ya nos remite a la profundidad del problema que enfrentamos como población abandonada por las autoridades que tienen el mandato obligado de trabajar por nuestro buen vivir; y nos coloca frente a la reflexión sobre lo necesarias que son las organizaciones para revertir y derrotar las desigualdades e injusticias, fabricadas por el sistema capitalista, como mecanismo de control social, sometimiento y vulneración de voluntades.
El 11 de marzo comenzó en Paraguay oficialmente la fase de emergencia sanitaria por pandemia global de Covid-19, abriéndose una brecha de avances y retrocesos en donde la que perdió casi todo –al borde de la desesperanza- fue/es la población trabajadora (más de 100 mil despidos y cesaciones) y los habitantes de las zonas empobrecidas y excluidas del modelo. Mientras el empresariado y las oligarquías, aupadas en mafias y otro tipo de negocios dudosos, pronto diseñaron a través de sus representantes en el poder político mecanismos legales para sostenerse a costa del subsidio público y políticas de apoyo financiero con ventajas; la población que vive de salarios insuficientes, de changas precarias y en el día a día sin retorno, fue sometida a un rigor criminal de falta de trabajo, de ingresos, de alimentos y de futuro posible. En estas circunstancias surge de la desesperación la resiliente acción de organizar ollas populares –uno de los primeros casos se dio en Caacupemí, barrio del Bañado Sur de Asunción- para evitar que la crisis que subyacía y ahora saltaba a la mesa se llevara también por hambre la vida de la gente.
Este modo de organizarse que pronto tomó el nombre de Ollas Populares para definirse –y que se extendió raudamente en réplica, como la pobreza a muchos departamentos de la República-, constituye hoy un mecanismo de articulación territorial que tiene la impronta política de trabajar colectivamente, con casi la totalidad de líderes mujeres, para producir frentes de resistencia al modelo a partir de lo más básico para cualquier ser vivo: la comida. Es así que queda expuesto de modo prístino que lo que comemos es un asunto altamente político, de profunda implicancia sobre la población. Sumado al acto del fabricar el propio alimento y llevar esa experiencia a una expansión colectiva y permitir que esta acción sostenga a poblaciones enteras salvándolas del hambre, se convierte en aprendizaje popular y en mecanismo de lucha por la dignidad cuando ya pareciera que nada queda.
La realidad que pronto se configuró en esas “rancheadas” en los barrios más desprotegidos, tratando de evitar el nuevo coronavirus y a la vez no pasar hambre, echó mano a todos los principios de supervivencia y de educación popular desde el hacer diario. Hacer la comida y conseguir que todos los días haya con qué hacer son dos desafíos intrínsecamente indisolubles que obligó a desarrollar otras acciones de autosustentación con ferias de objetos, ventas de panes, etc. En definitiva la gran lección es que el camino es siempre la organización.

Luego la necesidad pasó de autosustentar las ollas a reclamar al Estado, a través de sus mecanismos de emergencia, la cobertura de aquello primordial. Esa acción permitió desarrollar para muchos la experiencia de confrontación directa con el poder político; y posibilitó otros modos de interpretar las razones de ayudas a cuentagotas, negativas intermitentes y cuoteos que querían interferir en la autonomía de las Ollas desde el Gobierno. Y finalmente, ante la incompetencia y la falta de garantía desde los organismos del Ejecutivo, las propias organizaciones, sus líderes referenciales y de apoyo, articularon la posibilidad de reclamar e intervenir en la preparación y ajuste de una ley a través de ciertos parlamentarios.
Es sabido que no hay mejor escuela para aprender que la lucha y no hay mejor lucha que la que se encara organizadamente. Las Ollas, territorialmente configuradas, así lo están demostrando, dentro de sus yerros y aciertos; aparte de constituir una evidencia dialéctica de las realidades sobre las que se debe incidir y actuar para transformar.
De esta manera la ley de Ollas Populares derrota una barrera burocrática maniquea y de sesgada mala administración de la cosa pública, pero también expone claramente que las autoridades prefieren poner vendas con leucoplast, antes que curar las heridas de la desigualdad y revertir décadas de exclusión y exterminio.
Las Ollas Populares en un país con mínima justicia social y aún en contexto de pandemia no deberían existir. Su presencia es el incómodo testimonio para las autoridades y el poder político, económico y empresarial, de que las cosas por casa están de mal para peor. Que si no hay un cambio de dirección en las acciones y medidas, al igual que los otros sectores sociales afectados, las ollas se irán cargando de presión hasta que les estalle en la cara. Entonces las lecciones a aprender habrán pasado a una siguiente fase organizativa.
*Fotografía de inicio: cobertura de Adelante!
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